A Mónica le dejaron sin aire y en la cama 17 trombos en el pulmón; a Blanca le vino a visitar la depresión y se quedó a vivir con ella sine díe; y a Almudena, que se hacía un hueco en el escaparate laboral, un tumor benigno que creció de forma desmedida en el nervio auditivo le paralizó el lado derecho de la cara y le dejó sorda de ese oído. Estas tres mujeres valientes no se quedaron sentadas en casa a ver pasar el tiempo y se dijeron: “sí, yo puedo ganarle este asalto a la tiranía enfermiza de mi destino”

Ante la discapacidad… derroche de valor, coraje y corazón
Mónica, Blanca y Almudena, embarazada de su primer hijo. EFE / GRB
  • 21 de enero, 2016
  • MADRID / EFE / GREGORIO DEL ROSARIO

Según los datos del Ministerio de Empleo y Seguridad Social, desde enero hasta octubre de 2015 se habrían realizado más de 200.000 contratos a personas con discapacidad en España, lo que supone un incremento del 20% respecto al mismo periodo del año anterior, todo un récord en los registros oficiales.

En este sentido, la ministra del ramo, Fátima Báñez, subrayó durante la Feria de Discapacidad y Empleo del pasado mes de noviembre en Madrid, que “estas personas nos dan, cada día, una ejemplo de valentía, de ilusión y de superación“.

Zauma, una consultora dedicada a la asesoría y gestión global para el cumplimiento de la Ley General de Discapacidad (reserva del 2% de la plantilla), consigue cada año ese reto vital para 25 candidatos, todos y todas con una alta cualificación.

Tienen que ser hombres o mujeres discapacitados y con titulación: licenciatura, ingeniería, diplomatura, grado medio o grado superior; mejor con un máster e idiomas. El objetivo es incluirlos en el “staff” directivo y en los departamentos de gestión financiera de compañías multinacionales o empresas nacionales, ya sean pequeñas, medianas o grandes.

Las empresarias Carol Carrillo y María O'Farrell, sentadas frete a su ordenador de su oficina en Madrid
Carol y María, un dúo de éxito sociolaboral. EFE / GRB

Su directora general, Carol Carrillo, y  su directora ejecutiva, María O’Farrell, no solo pretenden llegar con ahínco a las 250 personas anuales, sino que predican con el ejemplo: tienen en nómina a Blanca Achón, experta en Responsabilidad Social y Comunicación Corporativa; a Mónica Vides, especialista en Personal y Legislación Laboral; y a Almudena Ortega, responsable de Recursos Humanos.

Discapacidad mental

Blanca, técnico superior en Márketing y Gestión Comercial, gestionaba el dispositivo de mercadotecnia y publicidad de la Vuelta Ciclista a España. Ante el exceso de trabajo, y a pesar de su trastorno anancástico o síndrome de perfección, se despidió y montó su propia empresa.

“Todo me iba bien, aunque trabajara mil horas, y nada me hacía sospechar de que mi vida podría venirse abajo. Era feliz y de repente me empecé a encontrar muy cansada, estado que en un principio achaqué a la anemia. Meses más tarde caí en una depresión endógena relacionada con mi producción de serotonina. Aún así, no me di por vencida”, dice.

Para colmo de desgracias su proyecto se derrumba como un castillo de naipes.

“Cinco años después de trabajo duro, donde estoy tratada por un psiquiatra, un empleado de confianza se aprovecha de mi situación y me estafa… me veo obligada a cerrar la empresa y caigo en picado… ya no me levanto de la cama. He perdido 14 kilos de peso, lloro por todo y no quiero vivir. Ingreso en la unidad de Psiquiatría de un hospital durante un mes”, cuenta.

Blanca, también escritora, habla de su abismo interior con una carta en primera persona.

Yo, que nunca pensé que podía tener una enfermedad mental, que me consideraba equilibrada y luchadora, que mantenía una vida sana y disciplinada, me encontré de repente ante un cúmulo de síntomas que no dejaban ningún lugar a la duda. La depresión, tan manoseada en la calle y en los medios de comunicación, se acababa de convertir en mi realidad más profunda.

Era el “sida de las emociones”, la inmunodepresión adquirida haciéndose hueco en mis sentimientos; un conjunto de manifestaciones físicas producto de algún funcionamiento erróneo en el cerebro; una serie de patologías que no acababan de cuadrar con ningún diagnóstico somático. Era un dolor en el alma, tan intenso como oscuro, que me condujo directa a recibir diez sesiones de “electroshock”.

Hablar sobre ello me llevaría todo un largo artículo, pero ahora lo que quiero contar es cómo convivo con mi trastorno y cómo mejoran mis síntomas día a día.

Durante tres años dediqué mi vida a mí misma, a mi enfermedad, a mis citas médicas, a asistir a un hospital cinco horas al día, todas las mañanas, todos los días de la semana, y a mi entorno más familiar. Las terapias, la medicación, los mecanismos de defensa aprendidos iban surtiendo efecto, pero todavía faltaba algo.

Fue en noviembre de 2013 cuando por una casualidad de la vida me sentí obligada a asistir una Feria de Empleo especializada en personas con discapacidad. Creo que no entregué más de cuatro currículos, seis como mucho. Uno de ellos fue en el mostrador de la empresa en la que estoy trabajando. Unas palabras amables intercambiadas, una cita para la entrevista, la verdad por delante, una oportunidad… y aquí estoy desde entonces.

Las dificultades comenzaron en el momento de levantarme de la cama. Este obstáculo me había truncado algunas citas con los médicos, la atención a la familia o cafés con amigas que solo pretendían ayudar. El ensimismamiento, producto de la soledad en casa, había forjado en mí una falta de atención generalizada que se manifestaba en todos mis quehaceres diarios.

La angustia me hacía vomitar, el llanto me generaba dolores de cabeza, los ingresos prolongados derivaron en agorafobia (pánico a estar rodeada de gente -enoclofobia- y terror a las alturas -acrofobia-). Por lo tanto, salir a la calle, asomarme a un balcón, ir en metro y tenerme que enfrentar a unas escaleras, eran motivo suficiente para generar un ataque de ansiedad. Pero me acababan de brindar la oportunidad de un empleo. Se presentaba ante mí el derecho a trabajar y no lo podía dejar pasar.

Hoy, después de casi dos años de trabajo, me sigue costando tanto levantarme que lo hago con mucha antelación. Mojo mi tristeza en la taza del café y vuelvo a meterme en la cama pensando una excusa para no ir a la oficina. Al final, en conflicto conmigo misma, me levanto aunque solo sea por no perder lo que sé que me está beneficiando.

Luego toca desplazarse en el metro, con sus escaleras arriba y abajo, intentando no contar los peldaños que me faltan; rodeada de todas esas personas que, como yo, tienen un destino. Sentía que me ahogaba. Pero al fin se ha terminado entrar en el trabajo con palpitaciones, sudores, dolor en el pecho y pinchazos en la cabeza.

La empresa me ha cambiado el horario y lo ha adaptado a mis dificultades. Ya no coincido con la hora punta y poco a poco he perdido el miedo a las escaleras y a los peldaños, a coincidir con otra mucha gente sin sentirme amenazada. Ahora llego a la oficina con una sonrisa en la boca, aunque solo sea dibujada.

Lo más complicado fue poner mi valía sobre la mesa. Había perdido el hábito del trabajo, la atención había estado durante mucho tiempo centrada en mí misma. Mi memoria se había visto afectada por las medicaciones y por las terapias de electrochoque a las que me habían sometido.

Solo la confianza podía salvarme de este caos. La confianza de la empresa al creer en mí y la mía propia al pensar que con el trabajo constante todo eso lo superaría. A día de hoy, desarrollo la gestión de idiomas de una importante agencia de publicidad, soy la responsable de la Comunicación Corporativa y coordino la Responsabilidad Social en el ámbito de la discapacidad.

La enfermedad no se ha ido, cada mañana se mezcla con el azúcar del café. La medicación, las técnicas aprendidas en el Hospital de Día y la posibilidad de tener un trabajo que realizar, hacen que conviva con ella sin que tome las riendas de mi vida.

Soy de esas personas que les gusta trabajar, que se siente contenta con los compañeros, que saborea los retos al abrir la puerta de la oficina; en definitiva, soy de esas personas que teniendo cine, lecturas, paseos y amigos, se sienten a gusto. Por eso, y por la necesidad que tenemos todos de sentirnos útiles y apreciados, mi mejoría física y mental ha sido tan evidente desde mi incorporación al mundo laboral.

Atrás se han quedado las visitas a los médicos, los ingresos hospitalarios, las horas en la cama y mis lágrimas cristalizadas.

Esta mujer “felizmente casada” y con cuatro hijos maravillosos, libra una batalla diaria contra su depresión y su perfeccionismo, síndrome que sus dos jefas le ayudan a mantener a raya cuando pretende, por ejemplo, trabajar más horas de las estipuladas.

“No, Blanca. Podríamos estar encantadas con una mayor productividad sin que nos pidas nada más a cambio, pero no. Administra tu tiempo. El trabajo está pensado para que lo finalices durante tu jornada”.

Ella sabe lo complicado que es salir adelante (de las 20 personas que formaban su grupo de tratamiento psiquiátrico, tres fallecieron y 16 continúan entre tinieblas) y por eso opina: “El trabajo es la mejor medicina contra la enfermedad. Tienes que tomar las riendas de tu vida y quitarle el mando a la depresión. Tú puedes contra la discapacidad”.

Discapacidad orgánica

Mónica, economista y abogada, se vino a trabajar a España desde una Venezuela comandada por Hugo Chávez. De la industria del petróleo pasó al motor turístico mallorquín y luego al sector inmobiliario catalán. Era muy competitiva y estaba bien remunerada. De repente, mientras se recuperaba de una intervención quirúrgica, se empezó a encontrar fatal.

“Hasta el punto de que llamé a un amigo y le dije… creo que me estoy muriendo… me desperté en una clínica. Había sufrido una trombosis masiva y 17 de los coágulos estaban alojados en mis pulmones. Tuve un infarto pulmonar. Perdí para siempre la mitad de mi capacidad respiratoria”, explica.

No puede realizar grandes esfuerzos, como subir escaleras y cuestas, o hacer ejercicio físico intenso -Mónica era cinturón negro de kárate y practicaba submarinismo, su gran pasión-, ya que no debe sufrir caídas o golpes.

“Incluso me falta el aire cuando me río a carcajadas. Me mareo y pierdo el conocimiento. Cuando doy un paseo no puedo mantener una conversación… o camino o callo, las dos cosas no puedo hacerlas al mismo tiempo”, señala.

Además padece trombofilia, tendencia a formar trombos por anormalidad en el sistema de coagulación.

“A veces, cuando me hago un hematoma me tienen que drenar los vasos sanguíneos. Me he acostumbrado a estar entre algodones y tomo anticoagulantes. Viajo con una maleta llena de medicamentos”.

Estuvo casi tres años de baja médica y Zauma le dio una oportunidad merecida.

“Siento que pertenezco a un grupo de iguales, donde no llamo la atención por mi discapacidad. Todos trabajamos por el bien común. No he dejado que la enfermedad me inutilice como persona. No quiero ser un adornito de porcelana en el mueble del salón de mi casa, al que de vez en cuando se le quita el polvo acumulado”.

Esta mujer “felizmente divorciada” y que tiene su mayor tesoro en su hijo, experimenta el yoga y el pilates de mantenimiento, y nos recomienda afrontar la vida como un reto apasionante, como si fuera una montaña rusa: “Sufrimos desafíos complicados y duros, incluso terribles, pero la sal o la pimienta forman parte de este recorrido vital de sube y baja. Siempre podemos ganar a la discapacidad”.

Discapacidad motora y sensorial

Almudena, psicóloga, especializada en la educación infantil, acababa de terminar sus estudios y hacía sus primeros pinitos en diferentes colegios para integrar a niños con problemas de aprendizaje. Fue entonces cuando empezaron las migrañas y el adormecimiento de su lado derecho de la cara.

“Al cabo de dos años, después de una segunda resonancia con contraste, los médicos detectaron que se había desarrollado un tumor bastante grande en mi nervio acústico. Era benigno, pero me estaba ocasionando discapacidades que irían aumentando, como la pérdida del equilibrio, sordera o dificultades en la masticación y en la deglución”, manifiesta.

La cirugía de precisión no fue suficiente para evitar las secuelas.

“La expresión facial de mi cara se paralizó y perdí la audición de mi oído derecho… estoy teniente. Mi vida se quedó en un suspenso absoluto”, recuerda.

Almudena dejó de sonreír y se refugió en la rehabilitación, que duró dos años.

“Al principio no te das cuenta de lo que te ha pasado, pero cuando llegas a tu casa desde el hospital y piensas que tienes 29 años, que no volverás a escuchar por uno de tus oídos, que no volverás a tener tu mejor cara, que ni siquiera podrás tener la habilidad de cortar un filete, que tu vida se ha venido abajo… te entra el pánico”.

Tuvo que aprender a mantener el equilibrio en un alambre al que no se le divisa la parte final, aunque perdiera también el apoyo de su novio.

“Tenía dos opciones, o quedarme sentada en casa dándome pena a mí misma o ponerme en pie y echar a andar por este camino etéreo. Me adapté poco a poco a mi nueva sonrisa y me acostumbré a decir a la gente que tenía que ponerse a mi lado izquierdo para seguir su conversación”, señala.

Su fisioterapeuta, ahora una gran amiga, y algunos puestos de trabajo de menor cualificación le llevaron de la mano a la normalidad. Se independizó, conoció a Lolo, su compañero, y encontró el trabajo adecuado a su currículo en Zauma.

“Lo tengo superado, aunque a veces echo de menos mi sonrisa, que era estupenda. Sé que gesticulo y que se nota, pero mi chico no para de repetirme que soy preciosa; y yo pienso… Dios mío, hay alguien que me ve guapísima y me quiere igual que yo le quiero a élEstoy totalmente enamorada y plena de felicidad“, declara.

“Y tanto es así -remarca- que estoy embarazada de mi primer hijo”.

Almudena sufrió un traspié morrocotudo y, sin embargo, volvería a tropezar  con la misma piedra, pero esta vez sin disgusto.

“Tuve una mayor conciencia de mí después de la enfermedad y ahora tengo más recursos para enfrentarme a los avatares de la vida. Si nos caemos podemos levantarnos y buscar lo positivo de nuestra mala experiencia. Todo depende de nosotros”.